Migración: la pandemia del odio

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En Estados Unidos nadie quiere ver que en ese falso dilema cobarde de ser débil ante la migración se encuentra también uno de los mayores desafíos estadounidenses.

octubre 04, 2021 | 2:29 am hrs. por Antonio Navalón

Desde el Libro de Libros hasta las demás entregas que la historia nos ha dado como si fueran una especie de fascículos del Apocalipsis, escrito está que hay momentos en que las crisis se disparan y se comportan de tal manera que dejan de ser crisis para convertirse en hecatombes. No sé cuál fue la primera migración, probablemente el Éxodo. Si fue así, el primer coyote debió de haber sido Moisés. Sin embargo, Moisés tenía un mandato. Un mandato que le fue asignado por un Dios duro y celoso que también le obligó a descalzarse cuando entró en Horeb, tierra sagrada. Cuando Dios se le hizo presente en forma zarza, Moisés, sorprendido, le preguntó quién era, a lo que Dios le respondió: “Yo soy el que soy”. Posteriormente, a Moisés se le ordenó salvar y sacar al pueblo de Israel de las garras de la esclavitud de Egipto y que los llevara a la Tierra Prometida.

Dios no tenía que explicar por qué había elegido a ese pueblo ni por qué lo mandaba a la Tierra Prometida, Él era quien era y su palabra estaba exenta de explicaciones. Sin embargo, con ese Éxodo empezaron las grandes migraciones y, a partir de ese momento, la historia de la humanidad se convirtió en una redefinición permanente entre quién es el dueño de la tierra, quién tiene derecho a vivir y sobre cómo conjugamos las oportunidades que nos da el lugar en el que nacemos o bajo las circunstancias en las que venimos a este mundo frente a lo que necesitamos de otros que sencillamente no tienen nada.

China, India y los países del área son hoy ya más del 50 por ciento de la población mundial. Si se consolida el balance social de estos países, uno se podría encontrar con unas percepciones consolidadas similares a las cuotas de subdesarrollo, hambre, pobreza y vida bajo las condiciones más precarias del ya decadente mundo blanco, el supuesto mundo triunfador. Nosotros, los blancos, somos más de mil 300 millones de habitantes que hasta hace 10 años obteníamos cerca del 80 por ciento de los beneficios que producía el planeta, de ahí la necesidad de contar con grandes cantidades de esclavos.  

No quiero ni pensar sobre cómo me sentiría si hubiera nacido en una de las regiones cercanas a la República Democrática del Congo o cómo me sentiría si simplemente fuera uno de los muchos pueblos y tribus dedicadas a labrar las entrañas de la Tierra para llevarse desde los diamantes hasta el tungsteno; desde el litio hasta cualquier otro material.

La migración es una palabra maldita y es el veneno colectivo de nuestros tiempos. Por poner un ejemplo, en Estados Unidos nadie quiere ver que en ese falso dilema cobarde de ser débil ante la migración se encuentra también uno de los mayores desafíos estadounidenses. Este desafío es el que plantea el hecho de que el país de la bandera de las barras y las estrellas se ha convertido en una nación vieja, derrotada y con pocas ganas y disposición para trabajar. Sin embargo, pareciera que nuestros vecinos del norte constantemente se están peleando con una realidad, que es que no tienen ningún futuro sin migrantes. El plan presentado por el presidente Biden, el llamado New Deal, sólo se puede lograr si los de Zacatecas, los del Punjab y los de otras muchas zonas del mundo se van a picar piedra. Y es así porque los estadounidenses, aquéllos que consumieron y perdieron el imperio más perfecto y jamás hecho, ya no están en condiciones ni están dispuestos a seguir trabajando.

Dicho lo anterior, ¿para qué tanto espectáculo al actuar por parte de la Patrulla Fronteriza? ¿Para qué o por qué la necesidad de cazar a los haitianos y centroamericanos como si se tratase de ganado? Pero lo peor de todo esto es que la Guardia Nacional colabora con las fuerzas estadounidenses en el muro migratorio a orillas del río Suchiate, como si se tratara de lo que en su momento fue el apoyo de fuerzas especiales húngaras a la SS contra los judíos. Todo para evitar que nuestros hermanos centroamericanos –que cada día son menos hermanos y más objetos de eliminación– tengan siquiera la ilusión de vivir como nosotros en algún momento lo deseábamos.

Lo que el mundo parece querer olvidar es que actualmente estamos atravesando por una situación absolutamente inédita. (Fotoarte de Esmeralda Ordaz)

Lo que el mundo parece querer olvidar es que actualmente estamos atravesando por una situación absolutamente inédita, donde las grandes reservas de convivencia y funcionamiento colectivo han saltado en pedazos. Ya no hay presas ni para el odio ni para el rencor. Ya no hay límites en el comportamiento social colectivo. Todo esto que está sucediendo y evolucionando es una consecuencia de la llamada revolución de las comunicaciones. Así como el movimiento Black Lives Matter se convirtió en un fenómeno que rebasó al Estado y a la mayoría de la gente, la explosión de la amargura y el veneno que genera la migración y su tratamiento eventual e inevitablemente también estallará, creando problemas en todo el mundo.

La migración se ha convertido en una pandemia universal. Genera odios por donde pasa. Recompone sociedades que están basadas en pequeñas soguetas y que sólo son nidos de víboras de unos contra otros. El migrante ha dejado de estar agradecido por haber recibido una segunda oportunidad. El mismo estallido de las comunicaciones le ha hecho pensar que él también tiene derecho a la tarta del desarrollo y que no es que le demos la oportunidad de vivir bajo la condición de que pase hambre, frío y nos sirva como esclavo para construir una nueva vida, sino que la realidad es que durante todos estos años le hemos robado su parte del pastel.

Todo lo anterior explica el sentimiento que tienen los árabes en los suburbios de París o por qué la ciudad en la que más se habla español, Los Ángeles, sea un conjunto de pólvora a punto de estallar. Y todo se debe a una razón muy sencilla, que es que, a diferencia de otros momentos, en la actualidad la migración no está hecha para los que llegan con el espíritu de encontrar su lugar y colaborar con las sociedades que los acogen. Hoy la migración está hecha sobre la base del rencor por parte de los que llegan y del miedo por parte de quien los recibe voluntaria o involuntariamente.

No se trata de seguir dando presupuestos excepcionales para que nuestra Guardia Nacional pueda seguir maltratando a nuestros hermanos centroamericanos. Se trata, entre otras cosas, de no olvidar que el hecho de que el Presidente que gobierna bajo el sustento de haber sido electo con el mayor número de votos jamás obtenido, es un Presidente construido sobre la solidaridad y sobre la empatía hacia los demás. “Primero los pobres”, eso dijo. Dudo mucho que en su mente la palabra “pobre” esté destinada o se refiera únicamente a los mexicanos. Ser pobre es una manera de vivir y es una condición que no caduca tras pasar una frontera. Entiendo que los nuestros van primero, pero los haitianos, hondureños y demás centroamericanos también forman parte de ese grupo que tanto prometió defender, aunque sea de manera indirecta.

Los que llegan a nuestro país y los distintos puntos de recepción migratoria no llegan bajo un programa de acogida o de integración social, sino todo lo contrario, llegan bajo una condición de odio. Los que no pueden llegar nos llenan de vergüenza y tanto en las colinas de Washington como en el Palacio Nacional es necesario recordar que el mundo sin migrantes simplemente no es posible. Si los migrantes son necesarios, ¿por qué no en vez de maltratarlos y crear universidades de odio no nos dedicamos a crear sistemas racionales de acogida? Es urgente establecer un mecanismo bajo el cual la muerte, el hambre y la pobreza de los campos de internamiento de Tijuana o de Tapachula no sean sitios donde –como nos demostraron los chilenos con referencia al caso venezolano– terminen quemando los pocos enseres que tienen los seres humanos.

En el año 2005 tuve la oportunidad de participar en un debate organizado por la Escuela de Derecho de la New York University sobre migración dentro del programa Tijuana: la tercera nación, donde también participó Jorge Castañeda, profesor de la institución y antiguo secretario de Relaciones Exteriores. Lo que más me impresionó de la ponencia es cuando el excanciller Castañeda dijo que México no tenía derecho moral a quejarse sobre el trato recibido por parte de sus emigrantes en Estados Unidos, ya que los mexicanos trataban peor a quienes llegaban a la frontera sur. En su momento me pareció una exageración y no compartí lo dicho. Dieciséis años después tengo que confesar que el antiguo canciller tenía razón. Y eso que en ese momento aún no habíamos llegado al deshonroso papel de convertirnos en el muro de Donald Trump, portando los uniformes de la Guardia Nacional.

Es necesario tener mucho cuidado. Éstas no son las uvas de la ira. Éstas son las moras del odio entre nosotros y lo estamos haciendo porque simplemente nos hemos instalado bajo un mecanismo de simplificación intelectual y bajo un insulto económico. Es momento de entender que no puede haber desarrollo sin los migrantes, así como también comprender que es la hora de crear fórmulas eficientes de integración social. De lo contrario, más pronto que tarde, todo nuestro entorno y los de nuestros vecinos albergarán tal cantidad de enemigos que será imposible defendernos. Sin dejar el hecho de que, en medio de este clima, de esta locura y de esta pandemia del odio, quiero decir que, de no ser resuelto, el zarpazo del terrorismo podría tener cabida.

En medio de esta pandemia del odio, es necesario determinar una política y un rumbo fijo que determine qué es lo que haremos con todas esas personas que cruzan fronteras con el deseo humano de tener una mejor calidad de vida. Sería hipócrita olvidar que un día un mexicano también decidió buscar vivir mejor y puso rumbo hacia Estados Unidos. Hoy, en lugar de perseguir y maltratar, tenemos que sumar y buscar la manera de que las fronteras no sean sinónimo de persecución y odio.

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