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Por: José J. Núñez P.

Un amigo vino a mi casa a tomar café, nos sentamos y hablamos, hablando de la vida, de los recuerdos, de los amigos, de los que ya se fueron y de los que no tardan en partir.
En esas estábamos cuando en un cierto punto de la conversación, le dije:
—”Voy a lavar los platos y vuelvo enseguida, no te vayas”
Él me miró como si le hubiera dicho que iba a construir una bomba atómica, o como si estuviera hablando en un idioma desconocido para él.
Entonces me dijo con admiración, aunque un poco perplejo:
—”Me da gusto que ayudes a tu mujer… de verdad, yo no ayudo porque cuando hago algo mi mujer no agradece. La semana pasada lavé el piso y ni un gracias me dio.”
Volví a sentarme con él y le expliqué que estaba equivocado en sus apreciaciones, y le dejé muy en claro que, yo no “ayudo” a mi esposa.
En realidad, mi mujer no necesita ayuda, ella necesita un socio, un compañero, un cómplice. Yo soy un socio en nuestra casa y por vía de esa sociedad se dividen las funciones, aunque no se trata de una “ayuda” en cuanto a las tareas de la casa.
Yo no ayudo a mi esposa a limpiar la casa porque, yo también vivo aquí y es necesario que yo también limpie, sobre todo si veo que algo está sucio.
Yo no ayudo a mi mujer a cocinar, porque yo también quiero comer y es necesario que yo también cocine, sobre todo si tengo hambre y nada me cuesta preparar para más si ya estoy en esos menesteres de la cocina.
Yo no ayudo a mi mujer a lavar los platos después de comer, porque yo también uso esos platos, además de los sartenes y cacerolas que utilice.
Yo no ayudo a mi esposa con los hijos, porque también son mis hijos y mi trabajo es ser padre, cuidarlos y protegerlos ya que alimentarlos y vestirlos viene con el paquete.
Y si me levanto temprano y ellos se tienen que ir a la escuela, nada me cuesta ayudarlos a prepararse y de ser posible, llevarlos hasta el plantel y ver que ingresen al colegio.
Yo no ayudo a mi mujer a lavar, extender o doblar la ropa, porque la ropa también es mía y de mis hijos y ellos tienen sus propias obligaciones.
Yo no soy una ayuda en casa, soy parte de la casa, formamos una familia y estamos comprometidos a que todo en el hogar funcione de la mejor manera.
Y con respecto a elogiar, le pregunté a mi amigo:
—¿Cuándo fue la última vez que, después de que tu mujer terminó de limpiar la casa, lavar la ropa, cambiar las sábanas de la cama, bañarse, atender a los niños, cocinar, organizar, servir la comida y brindarte una buena charla, le dijiste gracias?
Ah, pero un gracias del tipo: ¡Wow, cariño! ¡Eres fantástica! ¡No hay otra como tú! ¡Te amo más que a nada en el mundo! ¡Me encanta tenerte conmigo!
¿Eso te parece absurdo? ¿Te está pareciendo extraño?
Cuándo tú, una vez en tu vida, limpiaste el piso, y esperabas en lo mínimo un premio de excelencia con mucha gloria… ¿por qué? ¿Nunca pensaste en eso amigo?
Tal vez porque para ti, la cultura machista te ha enseñado que todo es tarea de ella, ¿por qué? ¿Por el sólo hecho de que es mujer?
Tal vez hayas sido enseñado que todo eso debe hacerse sin tener que mover un dedo
¿Entonces? ¿La elogias como tú querías ser elogiado, después de lavar el piso? ¿Lo haces? De la misma forma, con la misma intensidad que tú lo esperabas.
Dale una mano, compórtate como un verdadero compañero, no como un huésped que solo viene para comer, dormir, bañarse y satisfacer las necesidades sexuales… Siéntete como en tu casa. En tu propia casa, aunque también demuestra que es tuya.
Cuídala, límpiala, atiéndela, dale mantenimiento, ten todo en orden.
El cambio real de nuestra sociedad empieza en nuestros hogares, enseñémosle a nuestros hijos e hijas el real sentido del compañerismo, de la complicidad, del juntos lo hacemos mejor y juntos caminaremos por la misma senda.
¿Y tú… eres machista o ya entendiste que el matrimonio es cosa de dos?

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