Historia de la sin vergüenza

Federico Döring
Fue una mañana nublada la del martes 10 de septiembre. Era grande el ánimo que mostraban los cientos de estudiantes y trabajadores del Poder Judicial de la federación que se manifestaban, de forma pacífica, pero enérgica, a las afueras del Senado. “¿En dónde están, en dónde están, los senadores que nos iban a escuchar?”, era una de las varias consignas que se oían sobre el Paseo de la Reforma.
Recién iniciaba la sesión del Senado y comenzaba a evidenciarse la operación de compra de votos desde el poder: el senador Daniel Barreda, de MC, estaba incomunicado, y en todo caso –a decir del propio Adán Augusto–, sólo tenía comunicación con Morena. No se supo nada de él sino hasta 12 horas después, cuando la reforma ya había sido aprobada en lo general y él se encontraba en Campeche, a más de mil kilómetros de distancia.
Vino luego uno de los más vergonzosos capítulos que se hubieren suscitado en la historia del Congreso mexicano: Miguel Ángel Yunes Márquez pediría licencia para separarse del cargo por problemas de salud y asumiría la senaduría su padre, Miguel Ángel Yunes Linares, por unas cuantas horas. Hacia el final del día, el hijo reaparecería para ser él quien pase a la historia como el gran traidor a la República, el que, con su voto, acabó con la división de poderes.
Cerca de las tres de la tarde daba inicio la segunda sesión del Senado. Mientras al interior del recinto se desarrollaba el debate, en las afueras, cientos de manifestantes lograban ingresar a las instalaciones y, unos minutos más tarde, ya estaban dentro del recinto. Una oleada de ciudadanos se apoderaba de la “casa del pueblo”, al tiempo que los senadores del oficialismo salían huyendo. Fue quizá el momento en que más cerca estuvo la ciudadanía de evitar la destrucción del Poder Judicial.
Pero luego entró a escena Martí Batres. Los senadores del oficialismo se trasladaron al recinto de Xicoténcatl del Senado, para lo cual Batres había montado ya un operativo con cientos de granaderos para evitar que nadie más se acercara. Tacuba, Donceles, Cuba, Allende y el Eje Central estaban cerradas por elementos antimotines de la Secretaría de Seguridad capitalina. Nadie podía pasar, más que los senadores del oficialismo; los de la oposición sólo podrían pasar hasta que algún funcionario de la Cámara los reconociera.
La noche comenzaba a caer y los manifestantes de Reforma se hacían presentes hasta donde el operativo policial de Martí Batres lo permitía. Eje Central y Tacuba fue el punto en el que coincidimos la mayoría. El Senado había reiniciado ya la sesión, pero entre los manifestantes el ánimo no decaía. “El Poder Judicial no va a caer”, gritábamos, y el coro de “el que no brinque es Zaldívar” nos hacía mover. En el fondo, había la esperanza entre todos los presentes que la cifra de 43 votos en contra podía alcanzarse. De pronto, se esparció la noticia de que el senador Yunes Márquez estaba haciendo uso de la tribuna, nos apresuramos a buscar la transmisión por internet: “En la decisión más difícil de mi vida, he determinado dar mi voto a favor del dictamen…”, dijo Yunes, y el ánimo de los manifestantes pasó de la esperanza a la indignación.
Al grito de “Resistencia” y “Déjennos pasar” nos acercamos a la valla de granaderos. Los que íbamos a la vanguardia, entre empujones –nunca agresiones físicas de nuestra parte–, logramos doblegar la primera línea de policías; pero había una segunda línea que ya nos esperaba, y ésta nos recibió con golpes, agrediendo por igual a hombres y mujeres; golpes bajos, para no dejar testimonio en videos de las agresiones. Luego, los granaderos comenzaron a rociarnos gas lacrimógeno y vino el caos. Cuando la nube blanca del gas se dispersó, vi a varios manifestantes con los ojos irritados y tosiendo, algunos con crisis nerviosas y más de uno con sangre en la cara.
No fueron las fiscalías de Veracruz y Campeche –utilizadas para que los senadores Yunes y Barreda no votaran en contra de la reforma– las que acabaron con el ánimo de los trabajadores del Poder Judicial; no fue Morena y su operación para corromper a dos senadores del PRD quien terminó con la esperanza de los estudiantes de frenar la reforma. Fueron los granaderos de Martí Batres, el hombre que desde joven militó en la izquierda y que, ya en el poder, se ha convertido en una nueva versión del represor Díaz Ordaz.
En este sexenio, al tiempo que López Obrador militarizó la seguridad a través de la GN, en la CDMX, Sheinbaum y Batres no sólo no desaparecieron a los granaderos, sino que los utilizaron de manera más violenta que en sexenios anteriores; y ejemplos sobran: agresiones a feministas, a médicos, a habitantes de Xochimilco, etcétera. Nos gobierna una izquierda intolerante y represora, bastante derechizada.